Texto: Ricardo Pau-Llosa


En la obra de Julio Larraz convergen –como las aguas de los ríos, las nubes y el hielo que suele pintar- tres corrientes que la reconfiguran: la naturaleza muerta convertida en teatro, el teatro que atrapa el momento que se rebela contra la trama, y el personaje que desafía su caracterización. Juntas, las tres corrientes articulan la perenne y primordial preocupación de este gran artista, que es la representación del misterio que evade su resolución para convertirse en el enigma del hedonista, una inagotable insistencia que celebra la vida de la imaginación en el momento más luminoso.

La paradoja, desde luego, siempre está presente en el arte de Larraz, al igual que en todo arte y en su interpretación. Aunque ciertamente se deleitan en el momento, las obras de Larraz hacen profusas alusiones a la antigüedad de Occidente –Homero, la Biblia, Hesíodo, las ruinas- y sus escenarios mediterráneos –Cumae la del oráculo, la costa lunar de Sicilia. Larraz suele rendir homenaje al poeta como guardián arquetípico de singulares testimonios extáticos; y su residencia, un mandala tridimensional de cúpula semiesférica encima de un cubo, sirve de corona y centro a sima, delta y cielo. Es el eje de la rueda de la conciencia estética e histórica; bastión, cuna, avanzada del martirio, morada silenciosa convertida en escultura por las erosiones del tiempo. Todas las naturalezas muertas de Larraz pueden imaginarse dentro de este edificio, solitario entre su indiferente enormidad, como el guante arrojado por el constante desafío humano al tiempo y al mundo.

Los múltiples deslices y proyecciones de la subjetividad son inquietudes primordiales en la exploración que Larraz hace de sus personajes. Un perro, una mantarraya y otros animales se encaran con el espectador, convertidos en símbolos de la conciencia en sus posturas. Por contraste, los humanos vuelven las caras, se duermen en escenografías binominales, se esconden tras nieblas fractales. Se convierten en cuerpos que desfilan en nuestro deseo, saludando bajo el ala de un enorme sombrero. Se convierten en sombras portando gafas oscuras encima de muecas o labios apretados. Caricatura, lujuria o indiferencia son los patronos desdeñosos de nuestra interacción social, que nos obligan a convertir el mundo en una película sin editar y un retrato cambiante de las profundidades de la conciencia donde el sueño, la revelación y la creatividad se juntan. Es un retrato escalofriante del ágora contemporánea, eviscerada por la cuenta final de codicias y frivolidades milenarias, un mundo en el que los recuerdos fallidos de oráculos y poetas acosan el ruedo vestigial de un circo obliterado desde tiempo atrás.

No obstante, la belleza nunca rinde la plaza. La naturaleza muerta como sinécdoque representa la lucha épica del individuo contra el destino y los laberintos del tiempo y la historia sobre el escenario teatral de una mesa. Quizás en alusión a un poema, el ‘Después de recolectar manzanas’ de Robert Frost, un bloque de hielo estorba nuestra visión de frutas, mar, cielo y umbral, así como a los propios tiempo y espacio. La trinidad hídrica de líquido, vapor y sólido asume el acto de representación y reflexión de todo arte, sobre todo de la pintura. Conquistar la certeza del punto de vista se convierte en el mayor objetivo, pero resulta desalentador aunque no sea sino por los placeres de la distorsión, las distracciones carnales del momento. Es el placer y no la incertidumbre lo que a fin de cuentas logra que la conciencia estética rechace el solipsismo, el gran adversario del poeta convertido en héroe, sustituyendo el campo de batalla por el harén del arte.

No obstante, es en sus naturalezas muertas donde Larraz nos ofrece sus más contundentes escenificaciones existenciales. Las langostas rebosando en una cacerola que fusiona las destilaciones de la geometría con el calor del hogar evoca un tema frecuente en las naturalezas muertas de Larraz: lo ineluctable. Una calavera traslúcida nos recuerda que todos nos estamos fundiendo lentamente, y la luminiscencia del legado no es un consuelo. Tras el cráneo hay una montaña de cenizas en la chimenea que de nuevo funde el calor del abrigo con el flagelo de la mortalidad. La naturaleza muerta también reina sobre las yuxtaposiciones de casas victorianas con la luna y el penitente que retornan para enfrentar la Gran Locomotora del juicio. El hogar es una realidad tan extraña como un desierto en órbita que no pudiera reflejarnos y al cual nunca podremos pertenecer ni regresar.

Contrariamente, la dramaturgia de Larraz, las delicias cromáticas, compositivas, temáticas y texturales en que se complace, tienen un papel fundamental, si no protagónico, en su arte. Ellas nos recuerdan en estos tiempos entumecidos que la pintura siempre ha sido conceptual y dramática, pero a diferencia de la cháchara de las instalaciones contemporáneas, continúa siendo enigmática (aunque ni obscura ni confusa) y hedonista (aunque ni pedante ni periodística). El mundo resuena como una inevitable sirena. El único camino a la dicha de sus playas rocosas es a través del arte y sus incansables rupturas imaginativas, paradójicamente ancladas en la tradición.